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También conocido como retraso de respuesta del turbo, se define como el tiempo transcurrido desde que se pisa el acelerador hasta que comienza a darse efectivamente el incremento de presión en la alimentación. Ello ocurre porque, cuando los gases de escape deben vencer la inercia de la turbina desde parado o cuando gira a muy bajas vueltas, el funcionamiento del motor apenas se ve influido por la acción del turbo; o sea, cuando la turbina gira lentamente, el motor se comporta como si no tuviera turbo, hasta que éste logra la velocidad de giro requerida para comprimir el aire de admisión.
En ciertos motores que cuentan con un turbocompresor muy grande, resulta difícil mover la turbina cuando no se encuentra girando o cuando lo hace despacio, por lo cual los gases de escape necesitan superar una gran inercia. Para resolver este problema, cada vez se usan turbocompresores de menor tamaño, así como turbos con materiales ligeros pero resistentes al calor (cerámica o titanio) o turbocompresores de geometría variable.
Antes, en motores con el turbocompresor grande pero lento, el conductor tendía a pisar demasiado para alcanzar la potencia esperada; el inconveniente era que al llegar esa potencia lo hacía toda de golpe, ocasionando acelerones bruscos, a veces complejos de controlar.